Aunque tenga apellido polaco, los
mexicanos la reconocen compatriota, aunque mujer, nacida en los treinta, tiene
galardones nacionales e internacionales y con sus 80 y algo tiene una mente
clara y activa… Una activista, periodista incansable, pasó del lado de la
literatura casi dando un salto mortal y llegó al Premio Cervantes… Elena
Poniatowska Amor es un ser particular de quien hay mucho por decir:
Elena Poniatowska, escritora y
periodista nació el 19 de mayo de 1932 en París como Hélène Elizabeth Louise
Amélie Paula Dolores Poniatowska Amor, nieta del último rey de Polonia:
Estanislao II Poniatowski.
Con la Segunda Guerra Mundial su
familia emigrará de Francia a México donde ella creció, también estudió en los
Estados Unidos.
Su primer libro, aparecido en
1961 y titulado “Palabras cruzadas”, fue una recopilación de algunas de sus excelentes
entrevistas. Luego publicaría “Lilus Kikus”, de ficción.
La fama le llega con “Hasta no
verte, Jesús mío” y “La noche de Tlatelolco” con los que ganaría sus primeros
premios literarios. Algunos de sus galardones: Premio Mazatlán de Literatura,
el Premio Nacional de Periodismo de México, el Premio Alfaguara de Novela, el
Premio Rómulo Gallegos, el Premio Cuatlicue y el Premio Biblioteca Breve. Fue homenajeada
en 2010 con la creación de un premio literario con su nombre.
Algunos títulos de la Poniatowska
que, además de escritora es activista y defensora de varias causas, son: “La
piel del cielo”, “El tren pasa primero”, “Las soldaderas”, “Leonora”, “Paseo de
la reforma”, “Las siete cabritas”, “Fuerte es el silencio” y “Querido Diego, te
abraza Quiela”
Mónica Ivulich D.R.2016Fr
Vean algo de sus escritos:
(cuento)
Elena
Poniatowska (Francia-México, 1932)
Yo venía
cansado. Mis botas estaban cubiertas de lodo y las arrastraba como si fueran
féretros. La mochila se me encajaba en la espalda, pesada. Había caminado
mucho, tanto que lo hacía como un animal que se defiende. Pasó un campesino en
su carreta y se detuvo. Me dijo que subiera. Con trabajo me senté a su lado.
Calaba frío. Tenía la boca seca, agrietada en la comisura de los labios; la
saliva se me había hecho pastosa. Las ruedas se hundían en la tierra dando
vuelta lentamente. Pensé que debía hacer el esfuerzo de girar como las ruedas y
empecé a balbucear unas cuantas palabras. Pocas. Él contestaba por no dejar y
seguimos con una gran paciencia, con la misma paciencia de la mula que nos
jalaba por los derrumbaderos, con la paciencia del mismo camino, seco y
vencido, polvoroso y viejo, hilvanando palabras cerradas como semillas,
mientras el aire se enrarecía porque íbamos de subida –casi siempre se va de
subida-, hablamos, no sé, del hambre, de la sed, de la montaña, del tiempo, sin
mirarnos siquiera. Y de pronto, en medio de la tosquedad de nuestras ropas
sucias, malolientes, el uno junto al otro, algo nos atravesó blanco y dulce,
una tregua transparente. Y nos comunicamos cosas inesperadas, cosas sencillas,
como cuando aparece a lo largo de una jornada gris un espacio tierno y verde,
como cuando se llega a un claro en el bosque. Yo era forastero y sólo pronuncié
unas cuantas palabras que saqué de mi mochila, pero eran como las suyas y nada
más las cambiamos unas por otras. Él se entusiasmó, me miraba a los ojos, y
bruscamente los árboles rompieron el silencio. “Sabe, pronto saldrá el agua de
las hendiduras”. “No es malo vivir en la altura. Lo malo es bajar al pueblo a
echarse un trago porque luego allá andan las viejas calientes. Después es más
difícil volver a remontarse, no más acordándose de ellas”… Dijimos que se iba a
quitar el frío, que allá lejos estaban los nubarrones empujándolo y que la
cosecha podía ser buena. Caían nuestras palabras como gruesos terrones, como
varas resecas, pero nos entendíamos.
Llegamos
al pueblo donde estaba el único mesón. Cuando bajé de la carreta empezó a
buscarse en todos los bolsillos, a vaciarlos, a voltearlos al revés, inquieto,
ansioso, reteniéndome con los ojos: “¿Qué le regalaré? ¿qué le regalo? Le quiero
hacer un regalo…” Buscaba a su alrededor, esperanzado, mirando el cielo,
mirando el campo. Hurgoneó de nuevo en su vestido de miseria, en su pantalón
tieso, jaspeado de mugre, en su saco usado, amoldado ya a su cuerpo, para
encontrar el regalo. Miró hacia arriba, con una mirada circular que quería
abarcar el universo entero. El mundo permanecía remoto, lejano, indiferente. Y
de pronto todas las arrugas de su rostro ennegrecido, todos esos surcos
escarbados de sol a sol, me sonrieron. Todos los gallos del mundo habían
pisoteado su cara, llenándola de patas. Extrajo avergonzado un papelito de no
sé dónde, se sentó nuevamente en la carreta y apoyando su gruesa mano sobre las
rodillas tartamudeó:
-Ya sé,
le voy a regalar mi nombre.
Memorial de Tlatelolco
(Rosario Castellanos)
La oscuridad engendra la violencia
y la violencia pide oscuridad
para cuajar el crimen.
Por eso el dos de octubre aguardó hasta la
noche
Para que nadie viera la mano que empuñaba
El arma, sino sólo su efecto de relámpago.
¿Y a esa luz, breve y lívida, quién? ¿Quién
es el que mata?
¿Quiénes los que agonizan, los que mueren?
¿Los que huyen sin zapatos?
¿Los que van a caer al pozo de una cárcel?
¿Los que se pudren en el hospital?
¿Los que se quedan mudos, para siempre, de
espanto?
¿Quién? ¿Quiénes? Nadie. Al día siguiente,
nadie.
La plaza amaneció barrida; los periódicos
dieron como noticia principal
el estado del tiempo.
Y en la televisión, en el radio, en el cine
no hubo ningún cambio de programa,
ningún anuncio intercalado ni un
minuto de silencio en el banquete.
(Pues prosiguió el banquete.)
No busques lo que no hay: huellas,
cadáveres
que todo se le ha dado como ofrenda a una
diosa,
a la Devoradora de Excrementos.
No hurgues en los archivos pues nada consta
en actas.
Mas he aquí que toco una llaga: es mi
memoria.
Duele, luego es verdad. Sangre con sangre
y si la llamo mía traiciono a todos.
Recuerdo, recordamos.
Ésta es nuestra manera de ayudar a que
amanezca
sobre tantas conciencias mancilladas,
sobre un texto iracundo sobre una reja
abierta,
sobre el rostro amparado tras la máscara.
Recuerdo, recordamos
Tlatelolco 68
(Jaime Sabines)
1
Nadie sabe el número exacto de los muertos,
ni siquiera los asesinos,
ni siquiera el criminal.
(Ciertamente, ya llegó la historia
este hombre pequeño por todas partes,
incapaz de todo menos del rencor.)
Tlatelolco será mencionado en los años que
vienen
como hoy hablamos de Río Blanco y Cananea,
pero esto fue peor;
aquí han matado al pueblo:
no eran obreros parapetados en la huelga,
eran mujeres y niños, estudiantes,
jovencitos de quince años,
una muchacha que iba al cine,
una criatura en el vientre de su madre,
todos barridos, certeramente acribillados
por la metralla del Orden y la Justicia
Social.
A los tres días, el ejército era la víctima
de los
desalmados,
y el pueblo se aprestaba jubiloso
2
El crimen está allí,
cubierto de hojas de periódicos;
con televisores, con radios, con banderas
olímpicas.
El aire denso, inmóvil,
el terror, la ignominia.
Alrededor las voces, el tránsito, la vida.
Y el crimen estaba allí.
3
Habría que lavar no sólo el piso: la
memoria.
Habría que quitarles los ojos a los que
vimos,
asesinar también a los deudos,
que nadie llore, que no haya más testigos.
Pero la sangre echa raíces
y crece como un árbol en el tiempo.
La sangre en el cemento, en las paredes,
en una enredadera: nos salpica,
nos moja de vergüenza, de vergüenza, de
vergüenza.
Las bocas de los muertos nos escupen
una perpetua sangre quieta.
4
Confiaremos en la mala memoria de la gente,
ordenaremos los restos,
perdonaremos a los sobrevivientes,
daremos libertad a los encarcelados,
seremos generosos, magnánimos y prudentes.
Nos han metido las ideas exóticas como una
lavativa,
pero instauramos la paz,
consolidamos las instituciones;
los comerciantes están con nosotros,
los banqueros, los políticos auténticamente
mexicanos,
los colegios particulares,
las personas respetables.
Hemos destruido la conjura,
aumentamos nuestro poder:
ya no nos caeremos de la cama
porque tendremos dulces sueños.
Tenemos secretarios de Estado capaces
de transformar la mierda en escencias
aromáticas,
diputados y senadores alquimistas,
líderes inefables, chulísimos,
un tropel de putos espirituales
enarbolando nuestra bandera gallardamente.
Aquí no ha pasado nada.
5
En las planchas de la Delegación están los
cadáveres.
Semidesnudos, fríos, agujerados,
algunos con el rostro de un muerto.
Afuera, la gente se amontona, se
impacienta,
Espera no encontrar el suyo:
6
La juventud es el tema
dentro de la Revolución.
El Gobierno apadrina a los héroes.
El peso mexicano está firme
y el desarrollo del país es ascendente.
Siguen las tiras cómicas y los bandidos en
la televisión.
Hemos demostrado al mundo que somos
capaces,
respetuosos, hospitalarios, sensibles
(¡Que Olimpiada maravillosa!),
y ahora vamos a seguir con el “Metro”
porque el progreso no puede detenerse.
Las mujeres, de rosa,
los hombres, de azul cielo,
desfilan los mexicanos en la unidad gloriosa
que construye la patria de nuestros sueños.
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